Damisela Oscar Wilde por José Martí.

José Martí - Crónicas y Ensayos - Oscar Wilde por José Martí.

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Oscar Wilde
Crónicas y Ensayos


Esta crónica fue redactada por José Martí en Nueva York y enviada al “El Almendares” de La Habana donde se publicó en enero del 1882 y a “La Nación” de Buenos Aires siendo publicada el 10 de diciembre de 1882.




Oscar Wilde


Vivimos, los que hablamos lengua castellana, llenos todos de Horacio y de Virgilio, y parece que las fronteras de nuestro espíritu son las de nuestro lenguaje. ¿Por qué nos han de ser fruta casi vedada las literaturas extranjeras, tan sobradas hoy de ese ambiente natural, fuerza sincera y espíritu actual que falta en la moderna literatura española? Ni la huella que en Núñez de Arce ha dejado Byron, ni la que los poetas alemanes imprimieron en Campoamor y Bécquer, ni una que otra traducción pálida de alguna obra alemana o inglesa bastan a darnos idea de la literatura de los eslavos, germanos y sajones, cuyos poemas tienen a la vez del cisne níveo, de los castillos derruidos, de las robustas mozas que se asoman a su balcón lleno de flores, y de la luz plácida y mística de las auroras boreales. Conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de algunas de ellas; así como no hay manera de salvarse del riesgo de obedecer ciegamente a un sistema filosófico, sino nutrirse de todos, y ver cómo en todos palpita un mismo espíritu, sujeto a semejantes accidentes, cualesquiera que sean las formas de que la imaginación humana, vehemente o menguada, según los climas, haya revestido esa fe en lo inmenso y esa ansia de salir de sí, y esa noble inconformidad con ser lo que es, que generan todas las escuelas filosóficas.


He ahí a Oscar Wilde: es un joven sajón que hace excelentes versos. Es un cismático en el arte, que acusa al arte inglés de haber sido cismático en la iglesia del arte hermoso universal. Es un elegante apóstol, lleno de fe en su propaganda y de desdén por los que se la censuran, que recorre en estos instantes los Estados Unidos, diciendo en blandas y discretas voces cómo le parecen abominables los pueblos que, por el culto de su bienestar material, olvidan el bienestar del alma, que aligera tanto los hombros humanos de la pesadumbre de la vida, y predispone gratamente al esfuerzo y al trabajo. Embellecer la vida es darle objeto. Salir de sí es indomable anhelo humano, y hace bien a los hombres quien procura hermosear su existencia, de modo que vengan a vivir contentos con estar en sí. Es como mellar el pico del buitre que devora a Prometeo. Tales cosas dice, aunque no acierte tal vez a darlas esa precisión ni a ver todo ese alcance, el rebelde hombre que quiere sacudirse de sus vestidos de hombre culto, la huella oleosa y el polvillo de carbón que ennegrece al cielo de las ciudades inglesas, sobre las que el Sol brilla entre tupidas brumas como opaco globo carmesí, que lucha en vano por enviar su color vivificante a los miembros toscos y al cerebro aterido de los ásperos norteños. De modo que el poeta que en aquellas tierras nace, aumenta su fe exquisita en las cosas del espíritu tan desconocido y desamado. No hay para odiar la tiranía como vivir bajo ella. Ni para exacerbar el fuego poético, como morar entre los que carecen de él. Sólo que, falto de almas en quienes verter la suya desbordante, muere ahogado el poeta.


¡Ved a Oscar Wilde! Es en Chickering Hall, casa de anchos salones, donde en Nueva York acude el público a oír lecturas. Es la casa de los lectores aristocráticos que ya gozan de fama y de fortuna para llamar desahogadamente a ella. En esas salas se combate y defiende el dogma cristiano, se está a lo viejo y se predica lo nuevo. Explican los viajeros sus viajes, acompañados de vistas panorámicas y dibujos en una gran pizarra. Estudia un crítico a un poeta. Diserta una dama sobre la conveniencia o inconveniencia de estos o aquellos trajes. Desenvuelve un filósofo las leyes de la filología. En una de esas salas va a leer Wilde su discurso sobre el gran renacimiento del arte en Inglaterra, del que le llaman maestro y guía, cuando no es más que bravo adepto y discípulo activo y ferviente. El propaga su fe. Otros hubo que murieron de ella. Ya llegaremos a esto. La sala está llena de suntuosas damas y de selectos caballeros. Los poetas magnos faltan, como temerosos de ser tenidos por cómplices del innovador. Los hombres aman en secreto las verdades peligrosas, y sólo iguala su miedo a defenderlas, antes de verlas aceptadas, a la tenacidad y brío con que las apoyan luego que ya no se corre riesgo en su defensa. Oscar Wilde pertenece a excelente familia irlandesa, y ha comprado con su independencia pecuniaria el derecho a la independencia de su pensamiento. Este es uno de los males de que mueren los hombres de genio: acontece a menudo que su pobreza no les permite defender la verdad que los devora e ilumina, demasiado nueva y rebelde para que puedan vivir de ella. Y no viven sino en cuanto consienten en ahogar la verdad reveladora de que son mensajeros, de cuya pena mueren. Los carruajes se agolpan a las puertas anchas de la solemne casa de las lecturas. Tal dama lleva un lirio, que es símbolo de los reformistas. Todas han hecho gala de elegancia y riqueza en el vestir. Como los estetas, que son en Inglaterra los renovadores del arte, quieren que sean siempre armónicos los colores que se junten en la ornamentación o en los vestidos, el escenario es simple y nítido.


Una silla vacía, de alto espaldar y gruesos brazos, como nuestras sillas de coro, espera al poeta. De madera oscura es la silla, y de marroquí oscuro su respaldo y su asiento. De castaño más suave es el lienzo que ocupa la pared del fondo. Junto a la silla, una mesa elegante sostiene una artística jarra, en que brilla, como luz presa, el agua pura. ¡Ved a Oscar Wilde! No viste como todos vestimos, sino de singular manera. Ya enuncia su traje el defecto de su propaganda, que no es tanto crear lo nuevo, de lo que no se siente capaz, como resucitar lo antiguo. El cabello le cuelga cual el de los caballeros de Elizabeth de Inglaterra, sobre el cuello y los hombros; el abundoso cabello, partido por esmerada raya hacia la mitad de la frente. Lleva frac negro, chaleco de seda blanco, calzón corto y holgado, medias largas de seda negra, y zapatos de hebilla. El cuello de su camisa es bajo, como el de Byron, sujeto por caudalosa corbata de seda blanca, anudada con abandono. En la resplandeciente pechera luce un botón de brillantes, y del chaleco le cuelga una artística leopoldina. Que es preciso vestir bellamente, y el se da como ejemplo. Sólo que el arte exige en todas sus obras unidad de tiempo, y hiere los ojos ver a un galán gastar chupilla de esta época, y pantalones de la pasada, y cabello a lo Cromwell, y leontinas a lo petimetre de comienzos de este siglo. Brilla en el rostro del poeta joven honrada nobleza. Es mesurado en el alarde de su extravagancia. Tiene respeto a la alteza de sus miras, e impone con ellas el respeto de sí. Sonríe como quien está seguro de sí mismo. El auditorio, que es granado, cuchichea. ¿Qué dice el poeta?


Dice que nadie ha de intentar definir la belleza, luego de que Goethe la ha definido; que el gran Renacimiento ingles en este siglo une al amor de la hermosura griega, la pasión por el renacimiento italiano, y el anhelo de aprovechar toda la belleza que ponga en sus obras ese espíritu moderno; dice que la escuela nueva ha brotado, como la armoniosa Euphonía del amor de Fausto y Helena de Troya, del maridaje del espíritu de Grecia, donde todo fue bello, y el individualismo ardiente, inquisidor y rebelde de los modernos románticos. Homero precedió a Phidias; Dante cedió a la renovación maravillosa de las artes de Italia; los poetas siempre preceden. Los prerrafaelistas, que fueron pintores que amaron la belleza real, natural y desnuda, precedieron a los estetas, que aman la belleza de todos los tiempos, artística y culta. Y Keats, el poeta exuberante y plástico, precedió a los prerrafaelistas. Querían estos sectarios de los modos de pintar usados por los predecesores del melodioso Rafael, que hiciesen a un lado los pintores cuando salían del arte, y venían enseñando los maestros, y con la paleta llena de colores, se diesen a copiar los objetos directamente de la Naturaleza. Fueron sinceros hasta ser brutales. Del odio a la convención de los demás, cayeron en la convención propia. De su desdén de las reglas excesivas, cayeron en el desdén de toda regla. Mejorar no puede ser volver hacia atrás; pero los prerrafaelistas, ya que fueron incapaces de fundar, volcaron al menos ídolos empolvados. Tras de ellos, y en, gran parte merced a ellos, empezaron a tenerse por buenas en Inglaterra la libertad y la verdad del arte. "No preguntéis a los ingleses -decía Oscar Wilde- quiénes fueron aquellos beneméritos prerrafaelistas: no saber nada de sus grandes hombres es uno de los requisitos de la educación inglesa. Allá en 1847, se reunían los admiradores de nuestro Keats para verle sacudir de su lecho de piedra la poesía y la pintura. Pero hacer esto es perder en Inglaterra todos sus derechos de ciudadanos. Tenían lo que los ingleses no perdonan jamás que se tenga: juventud, poder y entusiasmo. Los satirizaron, porque la sátira es el homenaje que la medianía celosa paga siempre al genio, lo que debía tener muy contento de sí a los reformadores, porque estar en desacuerdo con las tres cuartas partes de los ingleses en todos los puntos es una de las más legítimas causas de propia satisfacción, y debe ser una ancha fuente de consuelos en los momentos de desfallecimiento espiritual".


Oíd ahora a Wilde hablar de otro armoniosísimo poeta, William Morris, que escribió El Paraíso Terrenal, y hacía gala de su belleza suma y condición sonora de sus versos, vibrantes y transparentes como porcelana japonesa. Oíd a Wilde decir que Morris creyó que copiar de muy cerca a la Naturaleza es privarla de lo que tiene de más bello, que es el vapor, que a modo de halo luminoso, se desprende de sus obras. Oídle decir que a Morris deben las letras de Inglaterra aquel modo preciso de dibujar las imágenes de la fantasía en la mente y en el verso, a tal punto, que no conoce poeta alguno inglés que haya excedido, en la frase nítida y en la imagen pura, a Morris. Oídle recomendar la práctica de Teófilo Gautier, que creía que no había libro más digno de ser leído por un poeta que el diccionario. "Aquellos reformadores -decía Wilde- venían cantando cuanto hallaban de hermoso, ya en su tiempo, ya en cualquiera de los tiempos de la tierra". Querían decirlo todo, pero decirlo bellamente. La hermosura era el único freno de la libertad. Les guiaba el profundo amor de lo perfecto.


No ahogaban la inspiración, sino le ponían ropaje bello. No querían que fuese desordenada por las calles, ni vestida de mal gusto, sino bien vestida. Y decía Wilde: "No queremos cortar las alas a los poetas, sino que nos hemos habituado a contar sus innumerables pulsaciones, a calcular su fuerza ilimitada, a gobernar su libertad ingobernable. Cántelo todo el bardo, si cuanto canta es digno de sus versos. Todo está presente ante el bardo. Vive de espíritus, que no perecen. No hay para él forma perdida, sí asunto caducado. Pero el poeta debe, con la calma de quien se siente en posesión del secreto de la belleza, aceptar lo que en los tiempos halle de irreprochablemente hermoso, y rechazar lo que no ajuste a su cabal idea de la hermosura. Swinburne, que es también gran poeta inglés, cuya imaginación inunda de riquezas sin cuento sus rimas musicales, dice que el arte es la vida misma, y que el arte no sabe nada de la muerte. No desdeñemos lo antiguo, porque acontece que lo antiguo refleja de modo perfecto lo presente, puesto que la vida, varia en formas, es perpetua en su esencia, y en lo pasado se le ve sin esa "bruma de familiaridad" o de preocupación que la anubla para los que vamos existiendo en ella. Mas no basta la elección de un adecuado asunto para conmover las almas: no es el asunto pintado en un lienzo lo que encadena a él las miradas, sino el vapor del alma que surge del hábil empleo de los colores. Así el poeta, para ser su obra noble y durable, ha de adquirir ese arte de la mano, meramente técnico, que da a sus cantos ese perfume espiritual que embriaga a los hombres. ¡Qué importa que murmuren los críticos! El que puede ser artista no se limita a ser crítico, y los artistas, que el tiempo confirma, sólo son comprendidos en todo su valer por los artistas. Nuestro Keats decía que sólo veneraba a Dios, a la memoria de los grandes hombres y a la belleza. A eso venimos los estetas: a mostrar a los hombres la utilidad de amar la belleza, a excitar al estudio de los que han cultivado, a avivar el gusto por lo perfecto, y el aborrecimiento de toda fealdad; a poner de nuevo en boga la admiración, el conocimiento y la práctica de todo lo que los hombres han admirado como hermoso. Mas, ¿de qué vale que ansiemos coronar la forma dramática que intentó nuestro poeta Shelley, enfermo de amar al cielo en una tierra donde no se le ama? ¿.De qué vale que persigamos con ahínco la mejora de nuestra poesía convencional y de nuestras artes pálidas, el embellecimiento de nuestras casas, la gracia y propiedad de nuestros vestidos? No puede haber gran arte sin una hermosa vida nacional, y el espíritu comercial de Inglaterra la ha matado. No puede haber gran drama sin una noble vida nacional, y ésa también ha sido muerta por el espíritu comercial de los ingleses". Aplausos calurosos animaron en este enérgico pasaje al generoso lector, objeto visible de la curiosidad afectuosa de su auditorio.


Y decía luego Oscar Wilde a los norteamericanos: "Vosotros, tal vez, hijos de pueblo nuevo, podréis lograr aquí lo que a nosotros nos cuesta tanta labor lograr allá en Bretaña, Vuestra carencia de viejas instituciones sea bendita, porque es una carencia de trabas; no tenéis tradiciones que os aten ni convenciones seculares e hipócritas con que os den los críticos en rostro. No os han pisoteado generaciones hambrientas. No estáis obligados a imitar perpetuamente un tipo de belleza cuyos elementos ya han muerto. De vosotros puede surgir el esplendor de una nueva imaginación y la maravilla de alguna nueva libertad. Os falta, en vuestras ciudades, como en vuestra literatura, esa flexibilidad y gracia que da la sensibilidad a la belleza. Amad todo lo bello por el placer de amarlo. Todo reposo y toda ventura vienen de eso. La devoción a la belleza y a la creación de cosas bellas es la mejor de todas las civilizaciones: ella hace de la vida de cada hombre un sacramento, no un número en los libros de comercio. La belleza es la única cosa que el tiempo no acaba. Mueren las filosofías, extínguense los credos religiosos; pero lo que es bello vive siempre, y es joya de todos los tiempos, alimento de todos y gala eterna. Las guerras vendrán a ser menores cuando los hombres amen con igual intensidad las mismas cosas, cuando los una común atmósfera intelectual. Soberana poderosa es aún, por la fuerza de las guerras, Inglaterra; y nuestro Renacimiento quiere crearle tal soberanía, que dure, aun cuando ya sus leopardos amarillos estén cansados del fragor de los combates, y no tiña la rosa de su escudo la sangre derramada en las batallas. Y vosotros también, americanos, poniendo en el corazón de este gran pueblo este espíritu artístico que mejora y endulza, crearéis para vosotros mismos tales riquezas, que os harán olvidar, por pequeñas, éstas que gozáis ahora, por haber hecho de vuestra tierra una red de ferrocarriles, y de vuestras bahías el refugio de todas las embarcaciones que surcan los mares conocidos a los hombres."


Esas nobles y juiciosas cosas dijo en Chickering Hall el joven bardo inglés, de luenga cabellera y calzón corto. Mas, ¿qué evangelio es ése, que ha alzado en torno de los evangelistas tanta grita? Esos son nuestros pensamientos comunes: con esa piedad vemos nosotros las maravillas de las artes; no la sobra, sino la penuria del espíritu comercial hay en nosotros. ¿Qué peculiar grandeza hay en esas verdades, bellas, pero vulgares y notorias, que, vestido con ese extraño traje, pasea Oscar Wilde por Inglaterra y los Estados Unidos? ¿Será maravilla para los demás lo que ya para nosotros es código olvidado? ¿Será respetable ese atrevido mancebo, o será ridículo? ¡Es respetable! Es cierto que, por temor de parecer presuntuoso, o por pagarse más del placer que de la contemplación de las cosas bellas, que del poder moral y fin trascendental de la belleza, no tuvo esa lectura que extractamos aquella profunda mira y dilatado alcance que placerían a un pensador. Es cierto que tiene algo de infantil predicar reforma tan vasta, aderezado con un traje extravagante que no añade nobleza ni esbeltez a la forma humana, ni es más que una tímida muestra de odio a los vulgares hábitos corrientes.


Es cierto que yerran los estetas en buscar, con peculiar amor, en la adoración de lo pasado y de lo extraordinario de otros tiempos, el secreto del bienestar espiritual en lo porvenir. Es cierto que deben los reformadores vigorosos perseguir el daño en la causa que lo engendra, que es el excesivo amor al bienestar físico, y no en el desamor del arte, que es un resultado. Es cierto que en nuestras tierras luminosas y fragantes tenemos como verdades trascendentales ésas que ahora se predican a los sajones como reformas sorprendentes y atrevidas. Mas, ¡con qué amargura no se ve ese hombre joven; cómo parece aletargado en los hijos de su pueblo ese culto ferviente de lo hermoso, que consuela de las más grandes angustias y es causa de placeres inefables! ¡Con qué dolor no ha de ver perdida para la vida permanente la tierra en que nació, que paga culto a ídolos perecedores! ¡Qué energía no ha menester para sofocar la censura de dibujantes y satíricos que viven de halagar los gustos de un público que desama a quien le echa en cara sus defectos! ¡Qué vigor y qué pujanza no son precisos para arrostrar la cólera temible y el desdén rencoroso de un pueblo frío, hipócrita y calculador! ¡Qué alabanza no merece, a pesar de su cabello luengo y sus calzones cortos, ese gallardo joven que intenta trocar en sol de rayos vívidos,, que hiendan y doren la atmósfera, aquel opaco globo carmesí que alumbra a los melancólicos ingleses! El amor al arte aquilata al alma y la enaltece: un bello cuadro, una límpida estatua, un juguete artístico, una modesta flor en lindo vaso, pone sonrisas en los labios donde morían tal vez pocos momentos ha, las lágrimas. Sobre el placer de poseer lo hermoso, que mejora y fortifica, está el placer de poseer lo hermoso, que nos deja contentos de nosotros mismos. Alhajar la casa, colgar de cuadros las paredes, gustar de ellos, estimar sus méritos, platicar de sus bellezas, son goces nobles que dan valía a la vida, distracción a la mente y alto empleo al espíritu. Se siente correr por las venas una savia nueva cuando se contempla una nueva obra de arte. Es como tener de presente lo venidero. Es como beber en copa de Cellini la vida ideal.


Y ¡qué pueblo tan rudo aquel que mató a Byron! ¡Qué pueblo tan necio, como hecho de piedra, aquel que segó los versos en los labios juveniles del abundoso Keats! El desdén inglés hiela, como hiela los ríos y los lagos ingleses el aire frío de las montañas. El desdén cae como saeta despedida de labios fríos y lívidos. Ama el ingenio, que complace; no el genio, que devora. La luz excesiva le daña, y ama la luz tibia. Gusta de los poetas elegantes, que le hacen sonreír; no de los poetas geniosos, que le hacen meditar y padecer. Opone siempre las costumbres, como escudo ferrado, a toda voz briosa que venga a turbar el sueño de su espíritu. A ese escudo lanzan sus clavos los jóvenes estetas; con ese escudo intentan los críticos ahogar en estos labios ardientes las voces generosas. Selló ese escudo, antes que la muerte, los labios de Keats. De Keats viene ese vigoroso aliento poético, que pide para el verso música y espíritu, y para el ennoblecimiento de la vida el culto al arte. De Keats vino a los bardos de Inglaterra aquel sutil y celoso amor de la forma, que ha dado a los sencillos pensamientos griegos. En Keats nace esa lucha dolorosa de los poetas ingleses, que lidian, como contra ejército invencible, por despertar el amor de la belleza impalpable y de las dulces vaguedades espirituales en un pueblo que rechaza todo lo que no hiera, adule o adormezca sus sentidos. ¿A dónde ha de ir en aquella tierra un pote sino al fondo de sí mismo? ¿Qué ha de hacer, sino plegarse en su alma, como violeta herida de casco de caballo? En Keats, las ideas, como agua de mar virgen, se desbordaban de las estrofas aladas y sonantes. Sus imágenes se atropellaban, como Shakespeare; sólo que Shakespeare las domaba y jugueteaba con ellas; y Keats era a veces arrebatado por sus imágenes. Aquel sol interior calcinó el cuerpo. Keats, que adoraba la belleza, fue a morir a su templo: a Roma. ¡Puede su fervoroso discípulo, que con desafiar a sus censores da pruebas de majestuosa entereza, y con sus nobles versos invita a su alma a abandonar el mercado de las virtudes, y cultivarse en triste silencio, avivar en su nación preocupada y desdeñosa el amor al arte, fuente de encantos reales y de consuelos con que reparar al espíritu acongojado de las amarguras que acarrea la vida!





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Última Revisión: 1 de Septiembre del 2007
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