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José Martí |
Nicolás Azcárate |
(Fragmentos) |
Crónicas y Ensayos |
Esta crónica fue redactada por José Martí en Nueva York y publicada en el periódico “Patria” el 14 de julio de 1894.
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Azcárate |
Nicolás Azcárate ha muerto. Ha muerto el amigo, el periodista, el organizador, el orador. Expira, en la silla estrecha de un empleo español, el cubano cuya nativa majestad vino a parecer como apocada y oscura, por el vano empeño de acomodar su carácter prodigo y rebelde a una nación rapaz, despótica y traicionera. Vive infeliz, y como fuera de sí, el hombre que no obedece plenamente el mandato de su naturaleza, ni emplea íntegra, sin miedo y sin demora, la suma de energía y entendimiento de que es depositario. Son nulas, y deshonrosas a veces, las capacidades del hombre, cuando no las usa en servicio del pueblo que se las caldea y alimenta. Ni dañinas ni nulas fueron las de Azcárate, que con el fuego del corazón, fuente única de la grandeza, lavó cuanto error, sincero u obligatorio, pudo nacer del desacuerdo entre su concepto teórico y tímido de la vida cubana, y la nacionalidad de Cuba, suficiente y briosa, y en los comienzos fea y revuelta, como las entrañas y las raíces. Lágrimas ásperas lloró Azcárate en vida, muy a solas, y quien las vio correr, y sabe que su pasión por la libertad nunca fue menos que la que tuvo por las pompas del mundo, ni encubrirá con falsía inútil las deficiencias del cubano indeciso, ni le negará la rosa de oro que la patria debe poner sobre su sepultura.
De lo saliente de su vida, no hay cubano que no sepa: de sus brillantes estudios, de sus altivas defensas, de su indignado y magnífico abolicionismo, de su confianza y laboriosidad inútiles en la junta de Información en Madrid, de sus servicios grandes y burlados-en bolsa e inteligencia e influjo-a la democracia española, de la misión de España que paró en la muerte alevosa de Juan Clemente Zenea; de su censurable vuelta a Cuba, durante los años sagrados de la revolución, por la mar misma que se rompe contra la fortaleza donde le asesinaron al amigo; del destierro con que España ingrata recordó al incauto cubano que jamás se amó bajo ella impunemente en América la libertad, de su trabajo fecundo de periodista y de letrado en México, del calor e indulgencia con que a su vuelta a la Habana congregó a todo el pensamiento del país en el Liceo de Guanabacoa, sofocado a poco en sus manos por la Capitanía General; del cariño literario y continua nobleza de sus años últimos, que vinieron a ser en lo político, por soberbia postrera y dolorosa, como el tibio aunque leal acomodo del remate de su existencia al error que se la había consumido y estancado.
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El genio no puede salvarse en la tierra si no asciende a la dicha suprema de la humildad. La personalidad individual sólo es gloriosa y útil a su poseedor, cuando se acomoda a la persona pública. El hombre, como hombre patrio, sólo lo es en la suma de esperanza o de justicia que representa. Cuando la patria aspira, sólo es posible aspirar para ella. Los hombres secundarios, que son aquellos en quienes el apetito del bienestar ahoga los gritos del corazón del mundo y las demandas mismas de la conciencia, pueden vivir alegres, como vasos de fango repintado, en medio de la deshonra y la vergüenza humanas. Los hombres que vienen a la vida con la semilla de lo porvenir y luz para el camino, sólo vivirán dichosos en cuanto obedezcan a la actividad y abnegación que de fuerza fatal e incontrastable traen en sí. El hombre debe realizar su naturaleza. Debe el hombre reducirse a lo que su pueblo, o el mayor pueblo de la humanidad, requiera de el, aunque para este servicio sumo, por la crudez de los menesterosos, sacrifique al arte difícil de componer para la dicha social los elementos burdos de su época, el arte, en verdad ínfimo, de sacar a pujo la brillantez de la persona, ya esmerilando la idea exquisita, que viene mareada del universo viejo, ya levantando, a fuerza de concesiones inmorales, una vulgar fortuna. Ni de vanidad ni de egoísmo fue culpable Azcárate, sino de aquella ceguera que suele ir con la mucha individualidad, por donde el hombre, de puro mirar en sí, y sentirse hervir la sangre, no ve afuera cuanto puede, ni entiende que sea su tiempo diverso de como se ve él, que es para sí la realidad suprema. Aquel estudiante humilde, que por su mérito y bravura entraba de señor en lo más altanero de la sociedad vencida: aquel abogado hercúleo, que de una tronada de la voz ponía a firmarle la sentencia justa a los jueces simoníacos, o echaba a la madre negra en brazos del hijo a quien la querían arrebatar; aquel habanero satisfecho, que del tocador de la esposa acaudalada salía a dar libertad, en su bufete de losas de mármol, a cientos de esclavos; aquel ingenuo triunfador, a quien una burla ruda había de castigarle en su primera tentativa pública la fe excesiva en su persona, no vio como natural en su pueblo, a la hora de la rebelión, lo que para él no lo era; ni supo salirse de sí, y ponerse en los demás, que es el don esencial, y el deber continuo, de los hombres patrios. Y en el aturdimiento de aquel golpe ha vivido Azcárate y murió. Aquel hijo favorecido de la naturaleza, de armazón robusta, de energía elocuente, de natural feliz y pomposo, cayó, en cuanto a su pueblo, en el error de creer que la política, que es el modo de conducir en la concordia de la justicia para el bienestar total los elementos diversos, estaba-en un país de yerros seculares y hábitos de perezoso señorío-en la lucha literaria y superficial de los elementos privilegiados de la población. De este sueño se despierta en el destierro imprevisto, en la guerra desordenada, o en el cadalso. Al reaparecer en Cuba el problema, halla a Azcárate muerto.
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Noble era Azcárate siempre, bien bajase de su coche, como Patria lo recuerda, con los brazos abiertos, a traerle a un poeta amigo, antes de la revolución, el empleo con que podía abrir casa de esposo, -bien, en su casa madrileña, recibiese como a dueños a los prohombres de la democracia, que negaron luego un puesto de diputado al criollo de quien aceptaron en la necesidad el bolsillo del socorro y el lujo de la mesa,-bien cuando, feliz con el mérito de los demás, lo llevaba de la mano al beneficio y a la gloria. Pero mejor que nunca se le pudo ver en la soledad del destierro, que es la ocasión en que enseña el hombre el valer propio, cuando se le van, con el suelo nativo, los puntales y las andaderas. Allá en lo pobre vivía del hotel que fue en otro tiempo casa de reyes: de planes vastos y prematuros le rebosaba la imaginación; le chispearon los ojos alguna vez, como de quien piensa en guerra, cuando a su alrededor se buscó modo de llevar ayuda a la república; de su pena profunda, que le reducía a veces las carnes en horas, hallaba consuelo en el trabajo asiduo y generoso. De mañana atendía a un bufete de abogado; de tarde escribía, de los cables a la crónica, un periódico diario; y la noche lo hallaba preparando la labor del día siguiente, o en el teatro, por palcos y pasillos, defendiendo el drama romántico y caballeresco. Para los magnates no era su celebración más calurosa que para los humildes, y un poeta desdeñado o un niño infeliz estaban más seguros de su aplauso que presidentes y jueces. El mundo, para Azcárate, era belleza e idea, y pensamiento más que hecho, por lo que de las libertades entendía mejor lo escrito que lo que se vive, y en el arte era amigo de lo que debe ser, y hostil a cuanto no fuese de belleza pura, que era para él lo único verdadero. Su lectura, casual aunque continua, y más varia que ordenada, fue la de apariencias, que rigió durante el último medio siglo, en que se ha dado por definitivas las formas de la libertad que aun no lo son, y confundido los derechos invencibles con los ensayos ineficaces de su administración, que los exasperan o los merman. De España, que es toda reflejo, salvo algún Pí o alguna Arenal, tomó él primero, por la lealtad a la lengua, y luego por el encanto de Madrid, su literatura favorita, lo que hubiera podido acortar su gusto, y cerrarle el criterio, a no tener él aquella cordialidad magna, y como hambrienta, que a bufidos, y no menos, echaba de sí toda fealdad y odio, y defendía, con brío de lance personal, cuanta idea le parecía alta y donosa. Era de ver luchar, en los instantes primeros, su silencio urbano, al oír lo que pecase contra su arte y letras, con la fogosa pasión que sentía el por el romance y la hermosura; y su palabra, desbordada al fin, caía, como azotaina de gigante, sobre la tesis enemiga. Su frase no era peinada y aguda, sino de las de monte y mar; y sólo en los últimos años pudo parecer floja y penosa, cuando el estudio nuevo y la poesía sutil le tenían como enajenados, en cuanto a letras, los oyentes que siempre retuvo con el poder de su entusiasmo,-y cuando la toga de consejero escondía mal un corazón sin fe en la obra inútil de su vida. Pero tuvo Azcárate muy pocos pares en el número, sinceridad y soberanía de la elocuencia. Lo poseía el discurso, en los días grandes, y se miraba con unción celosa. Se le veía en el hervor del pecho, ir y venir la elocuencia fuerte; y se iba solo, con los ojos crecidos, a algún espacio vasto; a la tribuna subía seguro, a paso de senador, y la tempestad le centelleaba en el rostro, agresiva e imperante la mirada, hosca la nariz, deshecho el bigote ralo, hinchado el cuello; al pie de él, se oía como cuando se va acercando la ola. Y rompía a hablar. Su oratoria, sin embargo, era inferior al gozo que sentía en publicar el mérito ajeno y en consolar, a costa de sí propio, a los solos y a los desdichados.-Ha muerto el orador, el organizador, el periodista, el amigo.
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Por su natural optimista, por su entrada triunfante en la existencia, por su sincero horror a la guerra entre los que tenía por padres e hijos, y por su fe ciega y tenaz en el poder decisivo de su persona, creyó Azcárate de poca raíz la pelea de España y Cuba, o sin tanta que no la pudiese él al cabo reducir. Con patente error tenía por cierto que España, que perdió su sentido y rango en el mundo moderno de su continente, a pesar del roce de los siglos y de la semejanza de interés, puede mantenerse, con utilidad de sus colonias superiores y del universo creciente y laborioso, en el mundo moderno americano. Con aquella singular arrogancia que casi siempre acompaña, y frecuentemente pierde, a las personalidades vigorosas, creía ver en sí propio, como cubano que era, la pintura fiel de Cuba, y tenía por aberración y nulidad cuanto de su patria fuera diverso de lo que veía en sí. Cayó en barbecho la revolución, por causas transitorias y de resultas sanas, que la crítica ligera pudo tener por definitivas y mortales; y el abogado terco de la unión de España y Cuba vio con triste sorpresa, cómo su tierra, que oía con calma aparente de otros labios la defensa de esta liga irracional, la repelía en él, su víctima y su apóstol. En las letras halló consuelo, y empleo a su actividad voraz aquel espíritu constructor; y los años no dejarán morir-a pesar de su equivocado silencio y luctuosa intervención en la época sagrada de su patria-la memoria del cubano pujante cuya culpa mayor fue acaso la de haber malogrado su natural grandeza en el empeño vano e imposible, con su alma de pobre y de rebelde, de brillar por las pompas del mundo en una sociedad vejada y despótica.
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Cartas de José Martí a Nicolás Azcárate |
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