De su vida larga y tenaz de patriota entero y escritor útil, ha entrado en la muerte, que para él ha de ser el premio merecido, el anciano que dio a Cuba su sangre, nunca arrepentida, y una inolvidable novela. Otros hablen de aquellas pulidas obras suyas, de idea siempre limpia y viril, donde lucía el castellano como un río nuestro sosegado y puro, con centelleos de luz tranquila, de entre el ramaje de los árboles, y la mansa corriente recargada de flores frescas y de frutas gustosas. Otros digan cómo aprovechó, para bien de su país, el don de imaginar, o compuso sus novelas sociales en lengua literaria, antes de que de retazos de Rinconete o de copias de Francia e Inglaterra diesen con el arte nuevo los narradores españoles. Ni cuando el amable Delmonte saludaba en él, con aquel cultivo de mérito por donde es la crítica más útil que por la agria censura, «al primer novelista de los cubanos»; ni cuando en el silencio del destierro, con aquella rara mente que tiene de la miopía la menudez sin la ceguera, compuso, al correr de sus recuerdos de criollo indignado, los últimos capítulos de su triste y deleitosa «Cecilia»; ni cuando, a la sombra de los nobles lienzos de Canos o Murillos que le quedaron de la antigua fortuna, leía, con orgullo de criollo fiel, los elogios vehementes de América, o de alguno de España, de ignorancia infeliz; ni cuando en las oscuras mañanas de invierno iba puntual, muy hundido ya el cuerpo, a su servidumbre de trabajador, allá en la mesa penosa de El Espejo, se vio a Cirilo Villaverde tan meritorio y fogoso y digno de verdadera admiración, como una noche de New York, de mortal frío, en que, recién vencida, en un ensayo descompuesto, la idea de la independencia de su patria, con sus manos de setenta años recibía afanoso, en la puerta de un triste salón, a los hombres enteros, capaces de lealtad en la desdicha, que a su voz iban a buscar manera de reanudar la lucha inmortal que en los yerros inevitables y útiles aprende lo que ha de contar o de descontar, para poner al fin, sobre la colonia que ciega a los hombres y los pudre, la república que los desata y los levanta. ¡Y qué manso contraste el de la blandura de sus gestos con el azote y rebeldía de su palabra! «¿A qué perder tiempo?» ¿A qué creer que el lobo le ponga mesa a la oveja, y se salga del festín, y se quede con hambre a la puerta, mientras la oveja adentro triunfa y se regala? ¿A qué tener atado uno de los países nuevos del mundo a una nación caída, hambrienta e inútil? ¿A qué confundir la necesidad histórica y humana de la independencia de Cuba, que es ley que sólo admite la demora de la madurez, y no se puede desviar, con la infelicidad, respetable siempre, de una de las tentativas hechas para acelerarla? ¡Pues a otra tentativa, mejor hecha! ¡Seguir hasta llegar!» Y el anciano hablaba a los jóvenes, rodeado de ancianos. Tenía derecho a hablar, porque en la hora de la prueba, cuando el empuje de Narciso López, no había mostrado miedo de morir.
«Castellano, hijo»,-decía una vez a un amigo de Patria, en la casa vetusta de la calle de San Ignacio, aquel tierno amigo y maestro de la lengua que se llamó Anselmo Suárez y Romero,-«castellano no lo escribo en Cuba yo, ni los que dicen que no lo escribo bien; si quieres castellano hermoso, lee a Cirilo Villaverde»; y de junto al manuscrito de las «Semblanzas», que es tesoro que ya no debiera andar oculto, y el cuaderno donde en lucida letra inglesa, le habían copiado el capítulo de Francisco, que hizo llorar a José de la Luz, sacó Anselmo, y apretó con las dos manos, el primer volumen de «Cecilia Valdés», el que se publicó por 1838. En el Norte vivía Villaverde; pero donde había letras en Cuba, o quien hablase de ellas, su nombre era como una leyenda, y el cariño con que lo quiso y guió Del Monte. En el Norte vivía él, con el consuelo de amar y venerar, y verle de cerca la noble pasión, a la cubana que en el indómito corazón lleva toda la fiereza y esperanza de Cuba, y en los ojos todo el fuego, y el mérito todo de la tierra en la abundancia y gracia de su magnífica palabra: a su compañera célebre, Emilia Casanova. Cuba, que no olvida a quienes la aman, lo recibía, en sus visitas de salud, con orgullo y agasajo; y él venía como muerto, si hablaba, cual no queriendo hablar, de la conformidad vergonzosa con nuestro estéril deshonor, y como renovado, al recordar a este hombre o aquél, y la generación que sube, y la ira sorda. Ha muerto tranquilo, al pie del estante de las obras puras que escribió, con su compañera cariñosa al pie, que jamás le desamó la patria que él amaba, y con el inefable gozo de no hallar en su conciencia, a la hora de la claridad, el remordimiento de haber ayudado, con la mentira de la palabra ni el delito del acto, a perpetuar en su país el régimen inextinguible que lo degrada y ahoga.
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