Dicen que un suizo, de cabello rubio
Y ojos secos y cóncavos, mirando
Con desolado amor a sus tres hijos,
Besó sus pies, sus manos, sus delgadas,
Secas, enfermas, amarillas manos;
Y súbito, tremendo, cual airado
Tigre que al cazador sus hijos roba,
Dio con los tres, y con sí mismo luego,
En hondo pozo y los robó a la vida!
Dicen que el bosque iluminó radiante
Una rojiza luz, y que a la boca
Del pozo oscuro-sueltos los cabellos,
Cual corona de llamas que al monarca
Doloroso, al humano, sólo al borde
Del antro funeral la sien desciñe-,
La mano ruda a un tronco seco asida,
Contra el pecho huesoso, que sus uñas
Misma sajaron, los hijuelos mudos
Por su brazo sujetos, como en noche
De tempestad las aves en su nido,
El alma a Dios, los ojos a la selva,
Retaba el suizo al cielo, y en su torno
Pareció que la tierra iluminaba
Luz de héroe, y que el reino de la sombra
La muerte de un gigante estremecía!
¡Padre sublime, espíritu supremo
Que por salvar los delicados hombros
de sus hijuelos, de la carga dura
De la vida sin fe, sin patria, torva
Vida sin fin seguro y cauce abierto,
Sobre sus hombros colosales puso
De su crimen feroz la carga horrenda!
Los árboles temblaban, y en su pecho
Huesoso, los seis ojos espantados
De los pálidos niños, seis estrellas
Para guiar al padre iluminadas,
Por el reino del crimen, parecían!
¡Ve, bravo! Ve, gigante! Ve, amoroso
Loco! Y las venenosas zarzas pisa
Que roen como tósigos las plantas
Del criminal, en el dominio lóbrego
Donde andan sin cesar los asesinos!
¡Ve!-que las seis estrellas luminosas
Te seguirán, y te guiarán, y ayuda
A tus hombros darán cuantos hubieren
Bebido el vino amargo de la vida! |
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