Y allá, en las canteras, aparece como tristísimo recuerdo el conato de suicidio de Delgado.
Era joven, tenía veinte años. Era aquél su primer día de trabajo. Y en aquel día en que el comandante había mandado suspender el castigo, en aquel solemne día, - para él y la integridad nacional, amiga aún - a la media hora de trabajo, Delgado, que lo había comenzado, erguido, altanero, robusto, se detuvo en un instante de descuido de los cabos en la más alta de las cimas a que había llevado piedra, lanzó su sombrero al aire, dijo adiós con la mano a los que de la cárcel de Guanabacoa que habían venido con él, y se arrojo al espacio desde una altura de ochenta varas.
Cayó, y cayó por fortuna sobre un montón de piedra blanda. La piel que cubría su cráneo cayó en tres pedazos sobre su cara. Y un presidario que se decía médico se ofreció al atónito brigada para socorrerle; le vació en la cabeza botellas de alcohol, acomodó con desgarrador descuido la piel sobre el cráneo, la sujetó con vendas de una blusa despedazada, llena de manchas de cieno; llena de tierra mojada y cuajada allí, las amarró fuertemente, y en un coche, - ¡milagros de bondad! - fue llevado al hospital del presidio.
Aquel día era el santo del general Caballero de Rodas.
¡Presagio extraño! Aquel día se inauguraba con sangre.
Nada se dijo de aquello. Nada se supo fuera de allí. Con rudas penas fueron amenazados todos los que podían dejarlo saber. No se apartaron de su cama los médicos, ni el sacerdote, ni los ayudantes militares. ¿Por qué aquel cuidado? - ¿Por qué aquel temor? ¿Sería quizá aquello el grito primero de una enfangada conciencia? - No - Aquello era el miedo al escarnio y a la execración universales.
Los médicos lucharon con silencioso ardor; los médicos vencieron al fin. Se empezó a llenar la forma con una acusación de suicidio; la sumaria acabó a las primeras declaraciones. Todo quedó en tinieblas; todo oscuro.
Delgado trabajaba a mi salida con la cabeza siempre baja, y el color de la muerte próxima en el rostro. Y cuando se quita el sombrero, tres anchas fajas blancas atraviesan en todas direcciones su cabeza.
Agítense de entusiasmo en los bancos, aplaudan, canten los representantes de la patria.
Importa a su hora, importa a su fama cantar y aplaudir. |