¿Qué le diré, en estos cariños que me rodean, los más tiernos y vehementes, desde mi llegada? Ni un instante hasta éste, en que el inolvidable Jaime Vidal me lleva a bordo, después de atenciones sin cuento, en que acabo de leer un afecto vivo en los ojos de su hija, en que salgo de la sociedad de Amigos del País, reunida para saludar en mí al americano creyente y al viajero discreto, ni un instante he estado solo. He hecho cuanto debía, y de todo le daré cuenta minuciosa de New York.
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De Vd., todo lo he hecho, todo lo he desviado y explicado, con la vigilancia y cariño que le debo. De Cuba, dije cuanto ha sido preciso para que nos la traten con respeto. Al Presidente creí innecesario e imprudente verlo. De González, el Ministro de lo Exterior, ha recibido las más finas consideraciones. De los demás Ministros, llevo cartas serviciales para todo el viaje. De la sociedad más distinguida he recibido, en día y medio, tales pruebas de estima, y de amor por Cuba, que contarán estas pocas horas de Santo Domingo entre las más satisfactorias que para mi patria y para mí recuerdo. Los cubanos, nieve al principio, por recelos justos, quedaron en un abrazo. Déjeme acabar: todos me esperan. La barca sale para Barahona. Una sola cosa le digo, y es que, si azares que creo enteramente previstos y en que no tengo razón ninguna para creer, ni la menor razón, me lo inquietasen alguna vez, piense que allá tiene un corazón en que caer. Acá, más que en todo, en Vd. he pensado, y por Vd. he hablado. Gran gusto tuve en la conversación sustanciosa y franca del Doctor Meriño. Adiós, a su casa, el cariño profundo que me inspira. Y a Vd. lo que no tiene para decirle
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