Damisela Buffalo Bill por José Martí.

José Martí - Crónicas y Ensayos - Buffalo Bill por José Martí.

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José Martí
Buffalo Bill
Crónicas y Ensayos


José Martí le dedica el siguiente artículo al famoso héroe y actor del Oeste Buffalo Bill. Hoy en día parecen cómicas las exageraciones del rodeo de Buffalo Bill, pero en sus tiempos presidentes y reyes asistían a sus actuaciones; posiblemente una de las actuaciones más atractiva, popular y de montaje complejo de fin de siglo. Esta crónica fue publicada en “La América” de Nueva York en junio de 1884 y también en “La Nación” de Buenos Aires el 16 de agosto de 1884.




William F. Cody
El Gran “Buffalo Bill”


"Buffalo Bill" se ve ahora escrito en colosales letras de colores, en todas las esquinas, cercados de madera, postes de anuncios y muros muertos de New York. Por las calles andan los sandwiches -que así les llaman, de los sandwiches o emparedados,- embutidos entre dos grandes cartelones, los cuales, como dos paredes, les cuelgan por el pecho y por la espalda; y con los movimientos del hombre que los pasea impasible por las calles, ante la muchedumbre que ríe, y lee, relucen al Sol las letras que dicen en colores salientes y esmaltados: "El gran Buffalo Bill."


"Buffalo Bill" es el apodo de un héroe del Oeste. Ha vivido en las selvas muchos años, entre la gente ruda de las minas y los búfalos, menos temibles que aquellos. Sabe correr y abatir búfalos y cómo se les cerca, aturde, burla, enreda y enlaza. Sabe deslumbrar a los rufianes y hacerse reconocer su principal; porque cuando uno de ellos salta sobre "Buffalo Bill" con el puñal al aire, ya cae con el de "Buffalo Bill" clavado en el pecho hasta la tetilla; o, si le echan encima una bala, la de "Buffalo Bill", que es tirador destrísimo, la topa en el camino, y la devuelve sobre el pecho del contrario; es tal tirador, que dispara sobre una bala en el aire, y la para y desvanece. De los indios, y de sus hábitos y astucias, y de su modo de guerrear, lo sabe todo; y, como ellos, ve en la sombra, y con poner el oído en tierra, sabe cuántos enemigos vienen, y a qué distancia están, y si son gente peatona o de a caballo. Y en la pelea lo mismo se las ha a pistoletazos en una taberna con los vaqueros turbulentos, que no duermen tranquilos si no han enterrado, con sus botas de cuero y sus espuelas, a algún vaquero comarcano o incauto viajador, que con los indios vocingleros y ágiles que caen en tropel arrebatado, tendidos sobre el cuello de sus cabalgaduras y floreando el rifle matador, sobre el hombre blanco, que de la arremetida se guarece detrás del vientre de su caballo o el tronco de un árbol vecino. Todos esos terrores y victorias lleva "Buffalo Bill" en los claros, melancólicos, relampagueantes ojos. Las mujeres lo aman, y pasa entre ellas como apetecible tipo de hermosura. Siempre que se le ve por las calles, solo no se le ve, sino acompañado de una mujer hermosa. Los niños lo miran como a hombre hecho de sol, que está alto y brilla, y los seduce con su destreza y apostura. Le cuelgan los cabellos castaños, que de acá y allá se le platean, por las espaldas vigorosas. Usa sombrero de fieltro blando, de ala ancha; calza botas.


Ahora está sacando ventaja de su renombre y pasea los Estados Unidos a la cabeza de un numeroso séquito de vaqueros, indios tiradores, caballos, gamos, ciervos, búfalos, con todos los cuales representa, ya al fuego del sol, por las tardes, dentro de un cercado vasto como una llanura; ya a la luz eléctrica, durante las primeras horas de la noche, todas las riesgosas y románticas escenas que han dado especial fama al Oeste. Pone ante los ojos de los ávidos neoyorquinos, en cuadros animados y reales, las maravillas y peligros de aquella vida inquieta y selvática. Ya son los vaqueros, con sus calzones de cuero flecado en las franjas, su chaquetilla corta, su pañuelo al cuello y su recio sombrero mexicano, que se acercan, más como caídos que como sentados, sobre sus vivaces caballejos, pronta a lanzar por el aire la cuerda en el arzón de su silla de esqueleto recogida, y a salirse de su bolsa burda la pistola con que dirimen sus más leves contiendas. Miran la muerte esos bravos bribones, sin casa y sin hijos, como una copa de cerveza; y la dan o la toman: entierran al que matan, o, heridos en el pecho, se rebujan en su manta para morir.


Ya se alejan los vaqueros después de lucir sus artes y enseñarse; y los indios vienen a distancia corta de un viajero blanco, que va como si no supiera que lo siguen. Adelantan los indios en hilera, todos de frente, cabalgando a paso lento, refrenando sus ponies impacientes, que, apenas le dan rienda los salvajes, se desatarán contra el enemigo blanco, como si a ellos les estuviera encomendada la venganza de la raza que los monta: ¡parece que el dolor de los hombres penetra en la Tierra, y como que, cuando de ella o sobre ella nace, trae consigo a la vida el dolor de que todo en torno suyo está empapado! Así es de esbelto, delgado y nervioso, el caballo pony, como el indio; y de astuto y rencoroso. Flecha viva parece; como si un arma no fuera invención casual de la gente que la usa, sino expresión, concreción y símbolo de sus caracteres físicos y espirituales, y de los trances de su historia. Cantando vienen los delgados indios un cantar arrastrado, monótono e hiriente, que se entra por el alma y que la aflige. De cosa que se va parece el llanto, y que se hunde adolorida por las entrañas de la Tierra. Cuando se extingue queda vibrando en el oído, como una rama en que acaba de morir una paloma.


De repente se llena de humo el aire; vocerío diabólico sucede a la canturria lastimera, a escape van los ponies, y al nivel de sus cabezas las de los indios; si un cuchillo pudiera pasarse por debajo de sus cascos voladores, no chocaría con casco alguno; caen todos dando voces, disparando a una, envueltos en humo polvoroso, enrojecido a veces por un fogonazo, sobre el viajero blanco, que, pie a tierra, vacía sobre los indios, como vomita un cañón metralla, todos sus cartuchos; con los dientes sujeta la pistola y con las dos manos la carga. Por entre las orejas de los caballos y debajo de sus vientres disparan los salvajes; espíritus parecen, por los que las balas sin dañarles atraviesan; ya el hombre blanco, que es "Buffalo Bill", no tiene más cartuchos en su cinto; supónese, al verlo vacilar, que está lleno de heridas; los indios lo van cercando, como los buitres a un águila aún viva; él se abraza al cuello de su caballo, que le ha servido, con su cuerpo, de mampuesto, y muere.


Los de combate se truecan en alaridos estridentes de victoria; no parece que los indios han dado muerte a un hombre blanco, sino a todos ellos: de comedia lo están haciendo en el circo, para que lo vea la gente del Este; pero tan arraigado lo tienen en el alma, que la comedia parece de veras. Ya se lo llevan; ya lo han puesto atravesado sobre una silla que desocupó un indio muerto en la refriega; y ya se van, alegres y vocingleros, cuando asoma con sus mulillas de colleras encascabeladas y sus voces y restallidos de látigo, una diligencia cargada de hombres blancos. ¡A la pelea! ¡a la pelea! El viejo carruaje se trueca en trinchera; el pescante en almena de castillo; cada ventana lo es de fuejo; los salvajes defienden en vano su cadáver; otra vez todo es humo, chispazo, bala y pólvora: los ponies al fin huyen y en brazos de sus bravos vengadores es llevado el cadáver del viajero a la diligencia. Ebrio el público aplaude, que esto se ha ganado de Roma acá; antes se aplaudía al gladiador que mataba, y ahora al que salva. El látigo restalla; las músicas suenan; los himnos retumban y desaparece la diligencia desvencijada en una nube turbia de polvo.


Y así van representando los hombres de "Buffalo Bill" las escenas que, a lo vivo, conmueven aún las regiones selvosas del Oeste. Desalado viene un jinete. Una bala cruza el aire; pero no más aprisa; desata la valija que trae atada a la grupa; saca de los estribos ambos pies, fuertemente espoleados, y al pasar junto a otro caballo, ya en silla, que un hombre tiene de la rienda, salta a él el jinete fantástico, con sus sacos de cuero, y en el caballo fresco sigue la carrera, mientras arropan y reaniman al rocín cansado; es el correo de antaño; así, cuando no había ferrocarriles, lo era el hombre.


Ora es una manada de búfalos. que vienen con los testuces montuosos rasando la tierra; los vaque­ros, a escape, con sus caballos, los rodean, con sus gritos los aturden, con sus diestras lazadas los su­jetan de los cuernos, los atan por la pierna que el público elige o los echan al suelo y cabalgan sobre ellos, que rugen y se sacuden en vano su jinete. Y suele haber vaquero hábil que, después de haber­le asegurado un lazo al cuerno. acelera aún, de sú­bito, a su cabalgadura, para que haga onda la cuer­da del lazo, y con un rápido movimiento hace con ella una lazada, que le pasa alrededor del hocico, y de un halón robusto aprieta a él como una jáquima.


Y la fiesta se acaba entre millares de balazos con que hábiles tiradores rompen en el aire palomas de barro, y coros de hurras, que se van extinguiendo lentamente, a medida que la gran concurrencia en­tra, de vuelta a sus hogares. en los ferrocarriles, y las luces eléctricas, derramando su claridad por el circo vacío, remedan una de esas escenas magnífi­cas que deben acontecer en las entrañas de la Na­turaleza.





José Martí
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Última Revisión: 1 de Septiembre del 2007
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