Tendido en la bañera de alabastro
donde serpa el purpurino rastro
de la sangre que corre de sus venas,
yace Petronio, el bardo decadente,
mostrando coronada la ancha frente
rosas, terebintos y azucenas.
Mientras los magistrados le interrogan,
sus jóvenes discípulos dialogan
o recitan sus dáctilos de oro,
y al ver que aquéllos en tropel se alejan
ante el maestro ensangrentado dejan
caer las gotas de su amargo lloro.
Envueltas en sus peplos vaporosos
y tendidos los cuerpos voluptuosos
en la muelle extensión de los triclinios,
alrededor, sombrías y livianas,
agrúpanse las bellas cortesanas
que habitan del imperio en los dominios.
Desde el baño fragante en que aún respira,
el bardo pensativo las admira,
fija en la más hermosa la mirada
y le demanda, con arrullo tierno,
la postrimera copa de falerno
por sus marmóreas manos escanciada.
Apurando el licor hasta las heces,
enciende las mortales palideces
que obscurecían su viril semblante,
y volviendo los ojos inflamados
a sus fieles discípulos amados
háblales triste en el postrer instante,
hasta que heló su voz mortal gemido,
amarilleó su rostro consumido,
frío sudor humedeció su frente,
amoratáronse sus labios rojos,
densa nube empañó sus claros ojos,
el pensamiento abandonó su mente.
Y como se doblega el mustio nardo,
dobló su cuello el moribundo bardo,
libre por siempre de mortales penas,
aspirando en su lánguida postura
del agua perfumada la frescura
y el olor de la sangre de sus venas.
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