Voz pavorosa, en funeral lamento, |
desde los mares de mi patria vuela |
a las playas de Iberia; tristemente |
en son confuso la dilata el viento; |
el dulce canto en mi garganta hiela |
y sombras de dolor viste a mi mente. |
¡Ay! Que esa voz doliente, |
con que su pena América denota, |
y en estas playas lanza el océano, |
“murió -pronuncia- el férvido patriota...” |
“murió -repite- el trovador cubano”; |
y un eco triste en lontananza gime: |
“¡murió el cantor del Niágara sublime!” |
¿Y es verdad? ¿Y es verdad?... ¿La muerte impía |
apagar pudo con su soplo helado, |
el generoso corazón del vate, |
de tanto fuego de entusiasmo ardía? |
¿No ya en amor se enciende, ni agitado |
de la santa virtud al nombre late?... |
Bien cual cede al embate |
del aquilón sañoso el roble erguido, |
así en la fuerza de su edad lozana, |
fue por el fallo del destino herido... |
Astro eclipsado en su primer mañana, |
sepúltanle las sombras de la muerte, |
y en luto Cuba su placer convierte. |
¡Patria! ¡numen feliz! ¡nombre divino! |
¡ídolo puro de las nobles almas! |
¡objeto dulce de su eterno anhelo! |
ya enmudeció tu cisne peregrino... |
¿Quién cantará tus brisas y tus palmas, |
tu sol de fuego, tu brillante cielo? |
Ostenta, sí, tu duelo; |
que en ti rodó su venturosa cuna, |
por ti clamaba en el destierro impío, |
y hoy condena la pérfida fortuna |
a suelo extraño su cadáver frío, |
do tus arroyos ¡ay! con su murmullo |
no darán a su sueño blando arrullo. |
¡Silencio! de sus hados la fiereza |
no recordemos en la tumba helada |
que lo defiende de la injusta suerte. |
Ya reclinó su lánguida cabeza, |
de genio y desventuras abrumada, |
en el inmóvil seno de la muerte. |
¿Qué importa el polvo inerte, |
que torna a su elemento primitivo, |
ser en este lugar o en otro hollado? |
¿Yace con él el pensamiento altivo?... |
Que el vulgo de los hombres, asombrado |
tiemble al alzar la eternidad su velo; |
mas la patria del genio está en el cielo. |
Allí jamás las tempestades braman, |
ni roba al sol su luz la noche oscura, |
ni se conoce de la tierra el lloro... |
Allí el amor y la virtud proclaman |
espíritus vestidos de luz pura, |
que cantan el Hosanna en arpas de oro. |
Allí el raudal sonoro |
sin cesar corre de aguas misteriosas, |
para apagar la sed que enciende el alma; |
sed que en sus fuentes pobres, cenagosas, |
nunca este mundo satisface o calma; |
allí jamás la gloria se mancilla, |
y eterno el sol de la justicia brilla. |
¿Y qué, al dejar la vida, deja el hombre? |
El amor inconstante; la esperanza, |
engañosa visión que lo extravía; |
tal vez los vanos ecos de un renombre |
que con desvelos y dolor alcanza; |
el mentido poder, la amistad fría; |
y el venidero día, |
-cual el que expira breve y pasajero- |
al abismo corriendo del olvido... |
y el placer, cual relámpago ligero, |
de tempestades y pavor seguido... |
y mil proyectos que medita a solas, |
fundados ¡ay! sobre agitadas olas. |
De verte ufano, en el umbral del mundo |
el ángel de la hermosa Poesía |
te alzó en sus brazos y encendió tu mente, |
y ora lanzas, Heredia, el barro inmundo |
que tu sublime espíritu oprimía, |
y en alas vuelas de tu genio ardiente. |
No más, no más lamente |
destino tal nuestra ternura ciega, |
ni la importuna queja al cielo suba... |
¡Murió!... A la tierra su despojo entrega, |
su espíritu al Señor, su gloria a Cuba. |
¡Qué el genio, como el sol, llega a su ocaso |
dejando un rastro fúlgido su paso! |