Luisa Pérez de Zambrana
por José María Chacón y Calvo


LUISA PEREZ DE ZAMBRANA

(Semblanza leída en el Ateneo de la Habana
la noche del 22 de marzo de 1918.)

FUE en la primavera de 1854, cuando los periódicos de Santiago de Cuba -“El Orden”, “El Redactor”- publicaron en el folletín literario, y no lejos de las noticias comerciales de la ciudad, unos versos de autor desconocido, fechados en un lugar oculto entre las montañas del Cobre y que hablaban de los asuntos más triviales: de la enredadera que el poeta, con su misma mano, plantó al pie de su casa rústica, de sus primeras florescencias, del río humilde que un día amaneció seco, de las rosas de verano vistas en el atardecer, de los pájaros libres que cantaban bajo el sol. Asuntos de las viejas églogas, temas ya olvidados de las anacreónticas, cantos a las flores primaverales, que despertaban en la memoria un nombre clásico; aquellos versos, de forma gastada o insegura, semejantes, por momento, a un tímido balbuceo, traían a nuestras letras una nota nueva y personalísima: el sentido de niñez e ingenuidad, la emoción directa de la naturaleza, que ya no había de ser tema retórico sino eco humano, cordial y humilde en el verso transparente.

Iban firmadas esas poesías por un nombre de mujer: Luisa Pérez y Montes de Oca. Pocos sabían de ella, nunca había venido a la ciudad, se decía que su niñez había pasado en una finca próxima al Cobre, y que sus primeros versos fueron hechos cuando aun no sabía leer. Sobre su niñez campesina comenzaron a formarse leyendas inocentes. Algunos ponderaban sus asombrosas virtudes de improvisadora, su natural instinto del canto que convertía en música perenne para su corazón, las cosas diarias de la vida. Su precocidad, su aislamiento. Ciertos detalles exteriores de su vida fascinaron a aquel público, no muy reducido, que en 1854 leía con avidez la prensa periódica de Santiago de Cuba. Así, en el comienzo de su vivir esta figura suave e idílica, se vio envuelta por todos los peligros que pueden malograr la obra de arte: la popularidad fácil, la improvisación ligera, el estéril repentismo, la ponderada precocidad. Pronto vendrían los maestros, se acercarían los graves retóricos de oficio, los inútiles certámenes impondrían temas absurdos y aquel fimo temperamento vacilaría para distinguir entre las vibraciones cordiales y las fingidas y ruidosas de un arte que se nos entrega hecho. Mas, junto a ella había algo tan fuerte, tan seguro, tan hondo, que pasaría sin sentir estos humanos peligros, estas asechanzas sociales, frecuentes en la ascensión artística: era su campo, su casa rústica, su recuerdo de los quince primeros años vividos en íntimo contacto con la tierra y su sentido cotidiano, y su paz, su mansedumbre, su sincera emoción. Nada borrará este vivir hondo y primero: la vida se hará nueva, florecerá un idilio, caminos diversos ha de recorrer, muy pronto morirá toda alegría, el alma ha de sentir los más fieros dolores, toda ella se llenará de supremas despedidas y en el rápido goce, en la tristeza infinita, y en el desamparo desgarrador, trémulo vivirá el generoso, el blando, el melancólico espíritu de la niñez.

Milagrosa niñez la de esta vida noble que hoy venimos a honrar. Recorro ahora, para verla en su plenitud, no las notas desnudas de emoción de sus biógrafos, sino sus versos, manuscritos los más, casi todos con la letra de firmes rasgos de la poetisa y que cerca de mí me hablan como si fuese ella misma la que comenzara a evocar sus memorias. Es un hablar tan suave, brota el acento tan de lo íntimo del espíritu, tan flotante es la realidad de sus palabras, que cuando el verso llega al lector vibra toda su sensibilidad para aprehenderlo, pero él pasa, pasa porque va más dentro, y nos deja envueltos en su ambiente de claridad vespertina, en su olor de tierra húmeda, en su luz vacilante de estrella.

Ha visto la poetisa en su niñez el campo luciente, y los versos de los diez, de los doce, de los catorce años, reflejarán la visión de ese campo. No más ha de borrarse. El escenario está en nuestro Oriente. Las montañas del Cobre son su fondo lejano. En medio de la gran extensión se levanta la casa “blanca y sola”. Un río pasa con lentitud cerca de ella: un soto guarecido se forma en una de sus márgenes; en la otra, hay un pequeño pinar. Debe el ambiente ser claro, radioso, pero la poetisa, con su tristeza prematura, parece no gustar de él. Apenas amanece el día y sobre la blanca casa se extiende la sombra de un duelo familiar. Cuando el poeta canta, y canta como si estrenase un mundo, como si todo se hubiese visto por primera vez y sintiese el ánimo, ante cada visión, una inquietud anhelante por renovarla, ya en su ingenua y desbordada alegría, en sus estremecimientos cándidos de gozo, habrá la insinuación de una tristeza que se hace más viva cuando agrupada la familia, alrededor de la mesa, se ve durante toda la larga cena un puesto vacío, en el que nadie se atreve a mirar, y no lejos las pobres piezas del trabajo abandonadas, y sobre ellas unos ojos que se fijan amorosos y luego una voz que comienza a decir: “Cuando él vivía”...

En los idilios de sus primeros años, idilio suave con el bosque amado, con el buen sol que se esconde y con la tarde que una estrella alumbra, deja transparentar Luisa su amargura por esa orfandad temprana. Si esta poesía de niñez e ingenuidad tiene, con tanta frecuencia, los tintes evanescentes de una balada del Norte, es porque hay aquí una melancolía perenne, una vaga tristeza, un duelo de la infancia que acompañará toda una vida.

Hay también un sosiego, una apacible ternura, un recogimiento que esta poesía se aparta de la predominante en la época -la época de la elocuencia poética de Luaces y los absurdos legendarios de Fornaris- para estar muy próxima al verso claro de Mendive, y a los cantos crepusculares de Zenea. Pero no se establezca una filiación literaria rigurosa, que el arte de Luisa Pérez, tan ajeno a los puros procedimientos técnicos, se resiste al encasillado de las clasificaciones sistemáticas. En su aspecto expresivo propende a la frase directa; en su elaboración interna no hay ímpetu sino moderación, no hay la elocuencia razonadora y concreta sino una realidad emotiva, vagarosa y crepuscular. Tiene el sentido de lo pasajero, de lo transitorio, que se asocia a recuerdos fundamentales:

¡Oh mi casita blanca, recordando
el tiempo que pasara sin congojas,
viendo correr el agua y escuchando
el ruido cariñoso de las hojas

(Mi Casita Blanca)


La familiaridad de la expresión traduce la vida cotidiana de manera perfecta. A los quince años escribe unos versos a un pintor ostentoso que quería retratarla sin la humildad característica en su vida: aquí palpitan su anhelo de naturaleza, su deseo de paz, su sentir melancólico del mundo. Oigámoslos con recogimiento, porque ellos son buenos y humildes, y porque acompañaron a nuestro Martí en sus peregrinaciones apostólicas y le sirvieron para una de sus páginas críticas, tan generosas y humanas:

...pinta un árbol más bien, hojoso y fresco
en vez de pedestal, y a mí a su sombra
sentada con un libro entre las manos,
la frente inclinada suavemente
sobre sus ricas páginas, leyendo
con profunda atención, no me circundes
de palomas, de laureles ni de rosas
sino de fresca y silenciosa grama;
y en lugar de la espléndida corona
pon simplemente en mis cabellos lisos,
una flor nada más, que más conviene
a mi cabeza candorosa y pobre
las flores que los lauros...

Píntame en torno
un horizonte azul, un lago terso
y un sol poniente, cuyos rayos tibios
acaricien mí frente sosegada.

(A mi amigo A.L.)


Así fue la niñez y así la adolescencia. El asombro ingenuo la acompañaba siempre. La vida era suave, sin un temor, si una duda, sin un titubeo. La circunda una paz melancólica. El agua quieta y azul invita al silencio meditativo, el árbol centenario al reposo, el ave humilde a la moderación. En el júbilo con que ella nos habla de estas cosas, en este deseo de prolongar un minuto más la evocación placentera, va mostrándonos toda la intimidad de su espíritu. En el amor de los crepúsculos; en el sentido misterioso que sabe encontrar en la primera estrella; en sus preferencias secretas por los paisajes sencillos, casi humildes, en la rapidez, con que el espectáculo presente se convierte en recuerdo y vive con más fuerza en la evocación; en la vaguedad, en las emociones flotantes, imprecisas del verso, vemos dibujarse las líneas de su figura interior y al verlas sentimos algo muy hondo en la vida de nuestro espíritu, que no hemos de querer razonar, pero que nunca se apartará de nosotros.

Mas los versos que siguen a los que cantan el manso vivir agreste, nos hablan de un nuevo estado de alma, de un suceso memorable en la vida de la poetisa: otro género de ternura hay en ellos, más familiar es el tono, más próxima a nosotros la vida que reflejan. Comienza entonces a cantar una alegría inefable, un idilio humano que ahora vive. Se despide de su vida de ayer y pone como un presentimiento de la tragedia futura en la doliente despedida, y junto al compañero bueno, que al vasto comercio con las más varias disciplinas supo unir un corazón candoroso capaz de comprender y amar la perenne niñez de aquella alma, empieza a recordar el fin dichoso- quizá el único entre todas sus edades- de la adolescencia. Versos de virtud, de amable recogimiento, de dulzura íntima. Cuando está lejos el esposo, parece que le nombran, que le hablan de él los mismos objetos que los dos cariñosamente miraron. A ellos se dirige y apaciblemente con ellos le manda un tierno mensaje:

Dile, también, como llorar me viste,
cuando partió del Norte helado y triste
a la hermosa región.

Y mi acerbo dolor y mi tristeza
cuando atrajo a su seno mi cabeza
para decirme adiós.

Dile que si las nubes por las lomas
enseñaban como alas de paloma
sus contornos de tul:

Yo soñaba, de acá, que estaba viendo
su anhelado bajel que iba saliendo
del horizonte azul,

Y dile... a su alma melancólica y amante
y llena de inquietud,
que le amo tierna, con serena calma
y que este dulce amor late en mi alma
como un vaso de luz...

(A mi esposo)


Un período de actividad literaria y social comienza en esta vida. ¿Cómo se conservarían las emociones de ayer? Mantiene una amistad íntima con Gertrudis Gómez de Avellaneda -su profunda antítesis en el arte y en la vida-, su primer libro de versos, editado en 1856, alcanza un raro éxito comercial y en 1860 tiene que reimprimirlo, con muchas ediciones y precedido de un prólogo entusiasta de la autora de Baltasar. Triunfa en el libro, triunfa en el salón -era su belleza deslumbrante- y en las reuniones literarias es su figura la más atrayente de todas. Y sin embargo, este mundo nuevo, tan inferior a aquel otro que vivió en la niñez y que llevaba siempre en lo íntimo de su corazón, apenas si deja un eco vago y perdido en su arte, apenas si se percibe su rumor en algunas poesías ocasionales, debidas más a la indulgencia de un sentimiento amistoso, que a un vano alarde de industria literaria.

En esa misma época, la única relativamente ruidosa de esta existencia apacible, cuando, quizá por la influencia circunstancial de la Avellaneda, cultiva la oda solemne y pomposa y pugna en su “Canto al Sol” por seguir las huellas de la poesía quintanesca, tan fundamentalmente distinta de la suya, en esa misma época tornan a vivir los recuerdos geórgicos de ayer, que tan plácidamente se avienen con la ternura conyugal de la hora nueva.

Si de aquel vivir ingenuo pudo haber, en un momento fugaz, leve apartamiento, un gran dolor, el primero de los hondos dolores de su vida, la hace tornar al bosque amado, a la plateada fuente de los idilios, a la agreste soledad que conoció en la infancia. El idilio de la naturaleza se une a este suave y purísimo, que en desolada elegía está cantando. ¿Cómo el aire no ha guardado la voz del esposo, cómo el río no ha retenido su imagen? El dolor familiar brota silenciosamente: ni una estridencia, ni la insinuación de un gesto rebelde, ni el clamor de un grito. La angustia está clavada al pecho, la voz se ahoga, pero cuando brota no es para las imprecaciones, sino para el fúnebre idilio que pasa, ante nuestros ojos, entre palabras familiares, con humildad, con reposo, con la mansa tristeza de los cuadros de la niñez. Un cubano egregio, que con la eterna juventud de su espíritu ha venido esta noche a consagrar nuestro homenaje, escribió hace muchos años una frase definitiva sobre “La vuelta al bosque”: “es la síntesis del amor conyugal”, dijo de la doliente poesía. Y porque es así, junto a la comprensión luminosa del ambiente y a la íntima fuerza evocadora surgen la visión del diario vivir, las cotidianas escenas, los prosaísmos de dicción, que ocultan mundos de ternura apacibles:

¡Oh vida de mi vida! ¡oh caro esposo!
¡amante, tierno, incomparable amigo!
¿dónde, dónde está el mundo
de luz y amor que respiré contigo?
¿dónde están ¡ay! aquellas
noches de encanto y de placer profundo
en que estudié contigo las estrellas;
o escuchamos los trinos
de las tórtolas bellas
que encerraban las alas en los pinos?
¿Y nuestras dulces confidencias puras
en estas rocas áridas, sentados?
¿Dónde están nuestras íntimas lecturas
sobre la misma página inclinadas?
¿nuestra plática tierna
al eco triste de la mar en calma?
¿y dónde la dulcísima y eterna
comunión de tu alma y de mi alma?

(La Vuelta al Bosque)


Y no se apartará en lo adelante el dolor de esta vida noble y harmoniosa. En el volumen manuscrito, donde aparece gran parte de la labor inédita de Luisa Pérez, hay casi inmediatamente después de “La vuelta al bosque” un ciclo de composiciones cuyos solos títulos son la síntesis de sus tremendos infortunios: “En la muerte de mis tres hijas”, “En la muerte de mi hijo Jesús”, “En la muerte del único hijo que me quedaba”. Tienen estas elegías familiares tan alto valor humano, nacen de una realidad espiritual tan íntima, que no pueden juzgarse en la pura esfera literaria. Diversos son los momentos, pero el dolor es el mismo. Ahora ¿a dónde mirará? Van juntas a ella, “sus santas dormidas”, “el mancebo de las sienes de ámbar, con luto en el mirar”, “el joven y altivo atleta, impasible, olímpico y hermoso, como una estatua griega”. ¡Qué plasticidad hay en el dolor sin límites, qué familiares nos son esas sombras! Cuando veamos los nuevos versos, cuando grandes temas humanos -la caridad, la amistad- muevan aquel corazón, flotantes, melancólicos, sin ruido aparecerán esas sombras, esas sombras todo lo llenarán. Y junto a las mismas, en el súbito recuerdo, los días lejanos, la estrella que vio el primer coloquio, el árbol que dio la primera sombra, el lago que reflejó la vieja imagen.

Se ha quedado casi sola y la vejez se acerca. Había junto a ella un corazón fraternal, con su misma ternura, con su misma melancolía, con su mismo amor. Tuvo también el don del canto, en libertad cantó, y, por libre y melancólico su verso se pareció al de Luisa. Son iguales los temas, idénticos los momentos espirituales, hay el mismo idilio con la naturaleza. Recordad los títulos olvidados: “A un arroyo seco”, “A un lago”, “Horas vespertinas”, “El bosque en flor”, “A un árbol”. ¡Qué dulce comunión la de las dos hermanas, la de Luisa y Julia, después de sus duelos recientes! También se rompió muy pronto y en el coro de las sombras familiares se oyeron los últimos acentos de Julia:

El astro de mis dulces ilusiones
en ocaso profundo se ocultó,
y está mi mente envuelta en las tinieblas
que cubren este valle de dolor.

¡Oh tiempo, tiempo amargo de la vida!
¡qué lento te deslizas para mí!
No me des a beber más desengaños;
corre veloz, que es hora de morir.


Así, seguida de su largo cortejo de sombras y viviendo principalmente para ellas, entró Luisa en la ancianidad. No varió la vida, no ha variado aun en estos últimos años. Apartada del mundo, vio como el mundo la olvidaba. Conoció la soledad, supo del desamparo y la decorosa pobreza ha sido la corona de su ancianidad. Vibra todavía su canto y hay la misma tonalidad de los viejos días. Su última composición fue hecha hace dos años: es un canto a Jesús, suave, ingenuo, sencillo como tantos otros de ayer. Ved, en estas estrofas, cómo la nota es la misma:

Con ternura evangélica adoraste
de este mundo los cánticos armiños,
amante de los lirios la blancura
y el candor de los niños.
Y del sepulcro que guardaba el ángel,
surgió tu silenciosa aparición,
con el arco de luz en los cabellos
y el cáliz del perdón.
Y hoy vives en palacios ideales,
de éter azul, sin tempestad, sin luchas,
pero sube un gemido de la tierra
y tú, inclinado, escuchas.


Al transcribir sus últimos versos que cierran el volumen manuscrito que me ha servido para redactar estas páginas, un recuerdo en el que hay angustia y sosiego, una tristeza blanda y un dolor rebelde, viene a iluminar mi espíritu. Es el de mi última visita a la anciana olvidada. Cuatro amigos íbamos a verla: uno de ellos, amigo con heredada amistad, le iba a ofrecer el mejor consuelo, el bien de los recuerdos. La casa es antigua; su ventana amplia, de aspecto colonial, da una calle estrecha y tortuosa. No hay el río cercano, ni el árbol amigo, ni el frondoso bosquecillo que ella ansiaba para su vejez, al cantar, hace ya medio siglo, su casita blanca. En la sala modesta hay una maravillosa limpidez, sólo sobrepujada en encanto por el largo silencio, por la recogida actitud, por la blanda mirada melancólica de las jóvenes que están cerca de la anciana, a cuyo cuidado consagran la vida. Todo está en orden perfecto; los pobres muebles ocultan con decoro las huellas profundas del tiempo; en la blanca pared, aparecen con simetría, unas manchas grises; en la mitad ella, único testimonio del antiguo esplendor, se ve un retrato, un doctor del año sesenta, que tiene el pecho cruzado de honores. ¿De qué nos hablará la anciana? ¿Cuándo saldrá de su largo silencio? ¿Qué dolorosa historia hemos de escuchar? El amigo más antiguo de los que vamos a verla se acerca a ella: entonces se ilumina suavemente su rostro, y ni una queja, ni un reproche, ni una frase dura turban su majestad tranquila. Empieza con sencillez a recordar; sus ojos parecen fijarse en una lejanía misteriosa; hay una dulce, una suavísima inflexión en la voz cuando murmura: gracias! En aquel blando gesto, en aquella voz dulce, en la palabra buena que sale de su corazón, en la mirada lejana y honda, hemos visto cruzar, rápida y luminosa, toda la nobleza de una vida, que alcanzó en los momentos de mayor infortunio, su plena expresión armoniosa, en un arte sincero, humano, idílico y humilde.




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Última Revisión: 1 de Enero del 2004

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